
Trabajaba para un General despiadado pero eficaz con el que nos embarcábamos rumbo a “las Américas” en una carabela del siglo XV.
Nuestra flota, compuesta por miles de embarcaciones, se deslizaba por un océano de cuatro horizontes.
Nos llegaban mensajes contradictorios por telégrafo: en unos nos decían que los indígenas nos esperaban con ansias, como si fuésemos profetas o mesías, mientras otros mensajes nos alertaban de posibles emboscadas por parte de las tribus locales, leales al cacique Fiodor.
Con el General, tomábamos sol en la cubierta, poníamos las patas arriba de la borda, comíamos frutos secos y bebíamos ron añejo. Yo le preguntaba cómo era posible que los indígenas tuvieran un cacique Ruso, pero el General, ebrio por la sed de conquista, me hacía un gesto con la boca y la mano de que poco importaba.
Al parecer, entre la tripulación, se había extendido el rumor de que en tierra firme nos aguardaban mujeres bellísimas -mezcla de indígenas con eslavas-.
El general escupía una cáscara de fruto seco por encima de la borda y desenfundaba un revolver para lustrarlo con un trapito humedecido con agua de mar.